VIII.
Se tumbó bocarriba en la cama “Basta, ya basta” pensó. Eran esos fantasmas, fantasmas de gente que no sabía si seguiría viva o muerta, y que realmente tampoco le importaba, pero atormentaban su alma con recuerdos borrosos de un espectáculo circense cruel. Como los payasos tristes y las equilibristas de tutús desgarrados con rimmel corrido. Eran pesadillas esperpénticas que le pasaban por los ojos abiertos, como proyectadas en el techo, mientras contenía la respiración.
- Ya ha pasado, eso pasó hace mucho, no volverás a verlos, no volverán a ti, nunca más, no debes tener miedo, hay muchísimas personas que te protegerían con su vida, no debes temer a fantasmas lejanos en tiempo y espacio.- tratando de autoconvencerse.
Echó de menos el cuerpo de alguien junto a ella, alguien que le diera seguridad, alguien grande, o alguien mayor, mujer, hombre, alguien con una personalidad más fuerte y unos dientes más grandes que se comiera a todos esos espectros mejor. “¿Y cuando deje de darte seguridad?” resonó en su cabeza “Entonces me buscaré a otro” No, tenía que comenzar a sentirse segura consigo misma, no inmortal, nadie es inmortal, pero segura.
-Dame alas, dame alas para volar.
Realmente estaba sufriendo, sabiendo que tarde o temprano lo enterraría en su memoria, que no eran más que alambres de espinos en parte del camino, pero en ese momento era como si alguien estuviera encontrando una retorcida diversión con su muñeco vudú. Como si su peor pesadilla fuese ella misma.
Deseó quedarse inconsciente, pero temía quedarse dormida. O quizá no, dicen que los sueños resuelven problemas pendientes, quizá ella pudiese tener un sueño en el que partiese la boca a todos ellos, o quizá les perdonara. O mejor aún, en el que no tuviesen ninguna importancia para ella. Pero tenía miedo de algo y no acababa de saber si era una mera proyección, como lo que veía en el techo. Otra cosa le vino a la cabeza “Uno de los peores maltratos es el psicológico, es el que más cuesta reconocer porque la víctima se avergüenza de sí misma, de no poder manejar las situaciones” Nunca pensó que las asignaturas de libre configuración sirviesen para algo, aunque fuese a autocompasión.
Por dentro estaba desnuda, en medio de un callejón oscuro, toda esa gente a su alrededor insultándola, sin tocarle un pelo, pero humillándola, y lo peor, ella dejándose humillar, con la cabeza baja esperando que se fueran, sin fuerzas para levantarse y mandarlos a la mierda. Se sentía débil, indefensa, sin ningún tipo de orgullo propio y sin dignidad. Era eso, sus fantasmas le recordaban que una vez se había dejado humillar hasta el punto de no tener dignidad.
No era consciente, pero se retorcía en la cama. Sin llorar, eso sí, nunca jamás habían arrancado una lágrima de ella, podría sentirse herida en lo más profundo de su ser, pero no había tenido ni durante, ni después el impulso del llanto. En parte pensaba que lo necesitaba.
Algún día se lo contaría a alguien, alguien que no fuese a reírse o a decirle lo que hubiera hecho en su lugar, alguien que no fuese a juzgarla, porque las personas más juzgadas, y muchas veces las más odiadas en secreto, eran las débiles. Ese día lloraría, se desharía en agua y sal, y con todo ello saldría cada recuerdo tóxico de sus entrañas, era una certeza. Pero no había encontrado aún a nadie, ni siquiera quienes la vieron, en quien confiar, alguien suficientemente abierto de espíritu como para callarse, dejarla llorar, hablar y acariciarle la cabeza cuando por fin consiguiera dormir la noche de cada mes que cada uno de los desconocidos violaban de nuevo la seguridad de su casa en forma de recuerdo informe y luego la violaban a ella.
En parte quería superarlo sola, no quería que la solución fuese contarlo, sino que quería digerirlo o vomitarlo, pero ella sola, porque estaba enferma, y las enfermedades nadie puede pasarlas por nadie. ¿Qué clase de pecado estaba pagando? ¿Qué acto gravísimo había cometido como para tener que estar así? No se creía con derecho siquiera a quejarse o a compadecerse, o a admitir que sufría, porque cuánta gente en el mundo lo había pasado peor y moría cada día. Había mujeres que sí habían sido realmente violadas y tenían más fortaleza que ella… y sin embargo no podía dejar de sentirse así secretamente, ocultándoselo incluso a sí misma.
Se levantó de la cama, cogió el primer artículo de los que tenía por estudiar en el escritorio, y comenzó a estudiarlo empapada en sudor frío. Miró por un segundo al otro lado de la mesa y la vio:
Miss Martina Aguirre.
Remitía el Lenox Hill Hospital de Nueva York.
Se levantó lentamente con el sobre en la mano, encendió la minicadena, “Here comes the sun” de los Beatles. Se miró al espejo y se sonrió en uno de los pasos de su terapia especial. No más meterse en refugios antinucleares, no más búnkeres morales, no más UVIs caseras, no más noches de helado y chocolate. Iba a renacer.
“Por mucho que corras, tú eres tu mayor miedo” le dijo una vocecilla.
Se tumbó bocarriba en la cama “Basta, ya basta” pensó. Eran esos fantasmas, fantasmas de gente que no sabía si seguiría viva o muerta, y que realmente tampoco le importaba, pero atormentaban su alma con recuerdos borrosos de un espectáculo circense cruel. Como los payasos tristes y las equilibristas de tutús desgarrados con rimmel corrido. Eran pesadillas esperpénticas que le pasaban por los ojos abiertos, como proyectadas en el techo, mientras contenía la respiración.
- Ya ha pasado, eso pasó hace mucho, no volverás a verlos, no volverán a ti, nunca más, no debes tener miedo, hay muchísimas personas que te protegerían con su vida, no debes temer a fantasmas lejanos en tiempo y espacio.- tratando de autoconvencerse.
Echó de menos el cuerpo de alguien junto a ella, alguien que le diera seguridad, alguien grande, o alguien mayor, mujer, hombre, alguien con una personalidad más fuerte y unos dientes más grandes que se comiera a todos esos espectros mejor. “¿Y cuando deje de darte seguridad?” resonó en su cabeza “Entonces me buscaré a otro” No, tenía que comenzar a sentirse segura consigo misma, no inmortal, nadie es inmortal, pero segura.
-Dame alas, dame alas para volar.
Realmente estaba sufriendo, sabiendo que tarde o temprano lo enterraría en su memoria, que no eran más que alambres de espinos en parte del camino, pero en ese momento era como si alguien estuviera encontrando una retorcida diversión con su muñeco vudú. Como si su peor pesadilla fuese ella misma.
Deseó quedarse inconsciente, pero temía quedarse dormida. O quizá no, dicen que los sueños resuelven problemas pendientes, quizá ella pudiese tener un sueño en el que partiese la boca a todos ellos, o quizá les perdonara. O mejor aún, en el que no tuviesen ninguna importancia para ella. Pero tenía miedo de algo y no acababa de saber si era una mera proyección, como lo que veía en el techo. Otra cosa le vino a la cabeza “Uno de los peores maltratos es el psicológico, es el que más cuesta reconocer porque la víctima se avergüenza de sí misma, de no poder manejar las situaciones” Nunca pensó que las asignaturas de libre configuración sirviesen para algo, aunque fuese a autocompasión.
Por dentro estaba desnuda, en medio de un callejón oscuro, toda esa gente a su alrededor insultándola, sin tocarle un pelo, pero humillándola, y lo peor, ella dejándose humillar, con la cabeza baja esperando que se fueran, sin fuerzas para levantarse y mandarlos a la mierda. Se sentía débil, indefensa, sin ningún tipo de orgullo propio y sin dignidad. Era eso, sus fantasmas le recordaban que una vez se había dejado humillar hasta el punto de no tener dignidad.
No era consciente, pero se retorcía en la cama. Sin llorar, eso sí, nunca jamás habían arrancado una lágrima de ella, podría sentirse herida en lo más profundo de su ser, pero no había tenido ni durante, ni después el impulso del llanto. En parte pensaba que lo necesitaba.
Algún día se lo contaría a alguien, alguien que no fuese a reírse o a decirle lo que hubiera hecho en su lugar, alguien que no fuese a juzgarla, porque las personas más juzgadas, y muchas veces las más odiadas en secreto, eran las débiles. Ese día lloraría, se desharía en agua y sal, y con todo ello saldría cada recuerdo tóxico de sus entrañas, era una certeza. Pero no había encontrado aún a nadie, ni siquiera quienes la vieron, en quien confiar, alguien suficientemente abierto de espíritu como para callarse, dejarla llorar, hablar y acariciarle la cabeza cuando por fin consiguiera dormir la noche de cada mes que cada uno de los desconocidos violaban de nuevo la seguridad de su casa en forma de recuerdo informe y luego la violaban a ella.
En parte quería superarlo sola, no quería que la solución fuese contarlo, sino que quería digerirlo o vomitarlo, pero ella sola, porque estaba enferma, y las enfermedades nadie puede pasarlas por nadie. ¿Qué clase de pecado estaba pagando? ¿Qué acto gravísimo había cometido como para tener que estar así? No se creía con derecho siquiera a quejarse o a compadecerse, o a admitir que sufría, porque cuánta gente en el mundo lo había pasado peor y moría cada día. Había mujeres que sí habían sido realmente violadas y tenían más fortaleza que ella… y sin embargo no podía dejar de sentirse así secretamente, ocultándoselo incluso a sí misma.
Se levantó de la cama, cogió el primer artículo de los que tenía por estudiar en el escritorio, y comenzó a estudiarlo empapada en sudor frío. Miró por un segundo al otro lado de la mesa y la vio:
Miss Martina Aguirre.
Remitía el Lenox Hill Hospital de Nueva York.
Se levantó lentamente con el sobre en la mano, encendió la minicadena, “Here comes the sun” de los Beatles. Se miró al espejo y se sonrió en uno de los pasos de su terapia especial. No más meterse en refugios antinucleares, no más búnkeres morales, no más UVIs caseras, no más noches de helado y chocolate. Iba a renacer.
“Por mucho que corras, tú eres tu mayor miedo” le dijo una vocecilla.