domingo, 13 de enero de 2008

V.


Llevaba tres días encerrada voluntariamente en el hotel, y el hecho de que no supiera cuando iba a salir, le consumía por dentro de tal manera que comenzaba a hablar sola. No se aburría, podía leer, ver la televisión, visitar la ciudad, pero el hecho de la intemporalidad podía con ella. Había llegado a aislarse tanto del mundo exterior (que era realmente su objetivo) que tenía miedo de volver a salir, en ese momento era una niña introvertida, se había reencontrado consigo misma. Se consideraba un náufrago en una isla desierta, diciéndose a sí misma “mantén la cabeza fría”

Se sentía terriblemente sola, en medio de un país extranjero, sin nadie conocido alrededor… pero lo que más le angustiaba era que no tenía donde ir, no tenía plan B, no podía irse a casa si se agobiaba, porque ahora “esa” era su casa. En el momento en que fue conciente de ello, no supo decidir si era feliz o infeliz; así que se centró en lo que tenía que hacer cada día. Marcó una rutina diaria en la que sólo ella importaba, no interaccionaba con otras personas si no era estrictamente necesario, y cambiaba el ritmo las veces que consideraba oportuno: una vida sin estrés. Fue entonces cuando comenzó a temer haber perdido las habilidades sociales, cuando cogió el teléfono para llamar a su mejor amiga y al oír su voz colgó. No quería que supiera nada de ella, quería desaparecer, y al mismo tiempo eso era lo que más desgraciada le hacía. Cada noche se tumbaba en la cama y pensaba “un día más”, y la realidad hacía que las mantas pesaran mucho más. No sabía a qué tenía miedo, no sabía cuánto tiempo permanecería allí, qué buscaba o qué pretendía conseguir, sólo sobrevivía. Estaba perdida, más perdida que nunca