viernes, 11 de enero de 2008

Primer movimiento, concierto número 2, Chopin

Chopin sonaba como una dulce sentencia, nota a nota, construyendo con cada acorde una frase más de desesperación en su mente. Desde pequeña, Isobella había tenido una sensibilidad especial para la música, imaginando escenas que podrían representar cada una de las partituras que los pianistas tocaban, porque siempre era piano, piano y orquesta si acaso. Se encontraba en el Auditorio Nacional de Madrid, escuchando el primer movimiento del concierto número 2, fabuloso. Y, como no iba a ser ninguna excepción, también esta vez, a los pocos minutos de empezar, ya se iba sintiendo arrastrada a lo más profundo de su alma; en realidad no arrastrada, sino invitada, como fluyendo, saltando al igual que una bailarina de ballet lo haría, de idea en idea, de recuerdo en recuerdo, hacia la boca del lobo.


Al comienzo, sentía que la melodía la acusaba, como el dedo acusador de un juez, y hasta podía escuchar el debate de los miembros del jurado por detrás. De pronto, el abogado salía en su defensa implacable, y una música suave después, el llanto de una mujer, la réplica de un juez trompeta, y unos violines, como de perdón. No entendía qué querían decirle.
Entonces el piano, ese piano, tan suave y cautivador, tan aterrador a veces. El piano explicaba lo ocurrido, un asesinato – “presa de los celos, señor juez”, “la maltrataba, señor juez”, “ella le amaba con locura”, “subió, los encontró, no pudo reprimir su instinto”, “ahora está desesperada, ¿qué mayor castigo puede ofrecerle la vida que haber sido la asesina del amor de su vida?”

Entonces el piano la transportaba a un campo de trigo en primavera, las espigas aún madurando a su alrededor, y el amanecer invitándola a caminar hacia él. Ella se dirigía hacia el infinito, como volando, como pisando algodón… y la pasión dominaba su alma, y comenzaba a girar sobre sí misma hasta caer. Una vez en el suelo, un dolor agudo en el pecho, angustia, y un terrible vacío. Estaba tumbada, y comenzaba a asfixiarse. Hasta que quedaba sumida en un profundo sueño. Todo volvía a estar tranquilo otra vez. Violines de fondo, el primer violín dejándose mecer por el pianista. Debía de ser apuesto, muy apuesto, desde luego.

Y todo se unía: el abogado defensor y el jurado en el campo de trigo, amaneciendo, la mujer llorando de fondo, la explicación casi desesperada de una mujer sola por haber matado a su marido infiel, el peso de la culpabilidad y del veredicto, inocente, sabiéndose culpable.
A continuación, la reflexión de la mujer - ¿sería ella misma? – pensando sobre lo ocurrido, tratando de justificarse, tratando de recobrar la serenidad, hipando tras haber llorado mucho, las lágrimas intentando volver a salir… Acariciándose ella misma las manos intentando calmarse y protegerse a un tiempo. Y el vacío, llenándose de teclas de marfil como una copa de vino blanco, cayendo a borbotones y salpicando alrededor, pero aún así con elegancia.

Y el final de la obra, un canto a la libertad de espíritu, desesperación, reflexión y un final de socorro. Qué pieza tan desgarradora. Los aplausos la despertaron de su trance, y cerró los ojos para descansar la vista, consciente de su alrededor.



El descanso. Salió aún aturdida, entre la multitud, para dirigirse a la barra de la primera planta. Pidió una copa de cava y se acercó a un gran cuadro colgado junto a un ventanal. Los techos eran altísimos, y la decoración iba acorde con la arquitectura. Un hombre algo mayor que ella se le acercó: una pieza maravillosa, ¿no cree?
- Sí, me temo que no conozco el nombre del autor, pero es muy bonito.
- Chopin – contestó él, entre alarmado y divertido.
- Perdón, pensé que se estaba refiriendo al cuadro. Sí, la música me ha parecido… expresiva, muy expresiva.- sonrió para sus adentros
- Me llamo Álvaro Martí, mucho gusto – y le estrechó la mano sin que ella pudiera hacer nada por cambiar la situación.
- Isobella Santero, encantada.
- Un nombre muy exótico – comenzó a sospechar que flirteaba con ella.
- Mis padres son argentinos, de ascendencia española.
Le dedicó una sonrisa tímida, como para no quedar mal.
- Sin duda criada entre españoles, porque no se le nota el acento en absoluto.
- Sí, vine a España cuando era muy pequeña. – dio un sorbo a su copa, como intentando evadirse. No se consideraba buena en las distancias cortas con un hombre, prefería sus grandes auditorios llenos de gente, o las aulas en las que ella impartía clases, llenas de gente atenta, aunque no tanto como el desconocido Álvaro Martí.

Tenía buen gusto, el traje era muy elegante, a juego con sus zapatos. Tenía el pelo castaño claro, sutilmente desaliñado y no muy largo. A primera vista, ella hubiese apostado que utilizaba cosméticos para hombres. Y una colonia muy bien escogida.