sábado, 12 de enero de 2008

II

Habían pasado dos meses, y aún no se acostumbraba a estar sin ella. No comprendía qué podía haber pasado, en Menorca todo fue idílico, pero una vez en Madrid ella le dijo que tenía que tomarse un tiempo, que no podía seguir así, que se había agobiado, y otras muchas cosas que para Beltrán no eran más que excusas de novela barata. “Te llamaré” se despidió, y aún estaba esperando.
Bajó del autobús y cruzó la Castellana casi como un autómata para llegar a un edificio que gritaba “negocios de alto standing” desde cada ventana. Estaba en el despacho de un amigo de su padre de prueba, llevando los casos más fáciles él solo (casi siempre le daban los del turno de oficio), y ayudando a alguien con los particulares. No adoraba su profesión, eso era algo que siempre había admirado de Martina, pero no estaba mal del todo, se sentía útil.
Abrió la puerta de su pequeño despacho – antes era el cuarto de la fotocopiadora, que habían puesto a un lado – y se sentó esperando a que Yaiza le trajera algo nuevo mientras revisaba el caso que tenía que defender por la tarde. “Menuda pieza” pensó al leerlo por encima de nuevo. 33 años, atraco con intimidación (por suerte no llevaba arma de fuego) cuando le habían dado la condicional hacía quince días. Tendría que escuchar lo que el fiscal tenía que decir, no podía hacer mucho más.

La mañana pasó más rápido de lo que se esperaba, lo supo cuando Julio llamó a su puerta para ir a comer con un cliente. No era algo habitual, pero, además de tener bastante dinero, este era amigo del jefe.
- ¿No era a las dos y media?- preguntó buscando el móvil para mirar la hora.
- Sí, son ya y cuarto. Venga, que no debemos llegar tarde.
Julio era de las mejores personas que había conocido, tenía una vocación de servicio envidiable, y estaba felizmente casado y con tres niños. Tratar con él significaba hacer una evaluación de conciencia casi diaria, o al menos para Beltrán sí. Quizá estuviera aprendiendo más de Julio que del propio Alonso (el amigo de su padre, dueño del bufete), porque además de en el ámbito laboral, también sentía que debía tomarle como modelo como persona. “En ese despacho sólo tengo a los mejores” le dijo el jefe uno de los primeros días. Tenía razón.
Entraron en el taxi que les esperaba abajo. “A Padre Damián, por favor, ya le indico la altura cuando estemos allí” dijo con autoridad. Se sentía bien cuando decía ese tipo de cosas, de pequeño había sido siempre muy inseguro y le había costado hasta pedir un vaso de agua, así que para él, hasta decir a que piso iba en un ascensor sin vacilar era un logro.