domingo, 2 de marzo de 2008

La silla. El tropiezo

Se levantaba de la silla, caminaba hacia los ventanales, y se volvía a sentar. Un mecánico gesto de impaciencia, excepto porque no estaba impaciente, sólo perdida. Perdida en un pasillo de hospital. Completamente vacía, su carcasa pasaba los días allí sin tener ya a nadie a quien esperar, desde hacía casi un mes. Las enfermeras iban y venían, al principio la miraban curiosa, después una psicóloga trató de convencerla para que cambiase su rutina, y la última semana se habían resignado a tenerla allí, como a las revistas viejas y las telarañas que nadie alcanza. Parte del mobiliario, y la saludaban con un pequeño movimiento de cabeza o una sonrisa amarga. De haber sido completamente consciente de su comportamiento, se habría dado cuenta de que las incomodaba, el simple hecho de que no tuviera razón alguna para estar allí les resultaba tan violento como ver a un pobre en un barrio residencial de lujo: socialmente desubicada. Se entretenía pensando por qué se sentaba allí cada tarde, después del trabajo. Quizá necesitaba ver a los demás sufrir. Quizá era una condena por haberle dejado morir solo, una especie de alma en pena. Puede que estar allí le diera esperanzas. O que le sintiese cercano. Aunque era más simple que todo eso, sin él no sabía dónde ir, así que permanecía en el último sitio en el que le vio, sentada hablando con un médico, antes de irse a trabajar un martes como cualquier otro de los últimos dos años. No había podido ver ni a su familia, si es que la tenía.




Todo comenzó con un tropiezo en las escaleras, romántico para unos, pero cotidiano para ella. No destacaba, ni por exceso, ni por defecto. Una funcionaria más, con una vida ordenada y sin más aliciente que los días de vacaciones que aprovechaba para escaparse sola, lejos de todo, a algún sitio increíble, donde escribía páginas y páginas que acababan en una carpeta tan oscura como su pelo. Ese día se tropezó con el dobladillo de sus pantalones de lino blancos de verano, y cayó tal como mandan los cánones, escaleras abajo. ¿Resultado? Un pie muy, muy dolorido. Salió un poco antes de la oficina y cogió el autobús para ir a urgencias.
“Tiene mala pinta, señorita” un médico muy gracioso. Radiografía, escayola, y a casa.
- Disculpe, ¿dónde está el baño? – preguntó a la salida.
- El de esta planta está estropeado, tendrá que subir a la de arriba, y seguir un pasillo largo hacia la izquierda, allí está indicado.
Evidentemente, se perdió. Con una muleta en una mano, y el bolso, el maletín y las escaleras en la otra, en un pasillo que parecía una carretera en medio del desierto. Al fin vio a un hombre con pijama de ingresado, no sabía si estaba bien preguntarle, pero no había nadie más desde hacía 10 minutos, y la necesidad hace que se tomen más rápido las decisiones. Así pues, se acercó con cuidado.
- Hola, quizá podría ayudarme… me he perdido.
- Pues ya somos dos, entonces. – contestó sonriendo. Cuando giró la cara se dio cuenta de que era ciego. – Dos ojos ven más que ninguno, vamos a ver si podemos hacer algo. No me mires así (sí, sé cómo me estás mirando), yo aporto al equipo un gran sentido del humor.
No pudo más que reírse y cruzar las piernas más aún.
Entre los dos encontraron la habitación de la que se había escapado, aunque de lo último se enteraría más tarde. Y, gracias a dios, tenía baño propio. Una vez todo hubo vuelto a su orden más o menos natural, se despidió para irse a casa.
- Que pases una buena noche, querida. Mañana te veo, a la misma hora.

Sonrió, sin darle mayor importancia. A la salida casi se tropieza con una silla. “Menudo sitio más raro para poner esto” pensó algo enfadada, más por su torpeza que por la manera de amueblar el hospital.
Llegó a casa, se preparó la cena, y leyó un rato, igual que cada noche. No volvió a acordarse del hombre hasta el día siguiente, cuando salió de la oficina.