Cansada, estaba ya cansada de pedir permiso, de rogar compañía, de emocionarse por recuerdos vacíos. Estaba sentada encima de esa mesa de madera carcomida, en medio del mirador de algún lugar perdido, tan perdido quizá como ella. Delante, la inmensidad escoltada por montañas, vigilada por un cielo tan azul como sus ojos… qué ojos. No. Basta. Basta de mentiras, basta de auto-compadecerse, basta de justificarle. Se puso de pie en la mesa de merendero, miró al vacío. “Y el vacío la miró a ella”
Sintió que tenía alas, pudo notar cómo crecían y acariciaban su piel en, le dieron poder y agallas. Volvió a mirar al vacío, esta vez desafiándolo. “Ni tú, ni nadie, ni yo misma, nunca” Nunca más volvería a vender su alma por amor. El amor no se compraba. No diría de nuevo las palabras que el resto querían oír, sino las que pasaban por su mente. Una
mujer libre.
Y saltó al vacío. Y voló. Y la fuerza y el poder de sus alas, suyas propias, le dieron fe en sí misma. El viento peinándole, refrescando la palma de sus manos. Su ropa arriba y abajo en una línea horizontal con el horizonte. Libertad. La libertad que del conocimiento, la libertad que da la confianza. Ni él. Ni ella. Ni nadie. Nunca. El miedo se esfumó. Volaba sin haber movido un músculo.
Ya no estaba allí. Había muerto de plenitud, de alegría, de libertad. Ni a la misma muerte temía.