domingo, 2 de marzo de 2008

Muerte por defecto

Cansada, estaba ya cansada de pedir permiso, de rogar compañía, de emocionarse por recuerdos vacíos. Estaba sentada encima de esa mesa de madera carcomida, en medio del mirador de algún lugar perdido, tan perdido quizá como ella. Delante, la inmensidad escoltada por montañas, vigilada por un cielo tan azul como sus ojos… qué ojos. No. Basta. Basta de mentiras, basta de auto-compadecerse, basta de justificarle. Se puso de pie en la mesa de merendero, miró al vacío. “Y el vacío la miró a ella”
Sintió que tenía alas, pudo notar cómo crecían y acariciaban su piel en, le dieron poder y agallas. Volvió a mirar al vacío, esta vez desafiándolo. “Ni tú, ni nadie, ni yo misma, nunca” Nunca más volvería a vender su alma por amor. El amor no se compraba. No diría de nuevo las palabras que el resto querían oír, sino las que pasaban por su mente. Una
mujer libre.

Y saltó al vacío. Y voló. Y la fuerza y el poder de sus alas, suyas propias, le dieron fe en sí misma. El viento peinándole, refrescando la palma de sus manos. Su ropa arriba y abajo en una línea horizontal con el horizonte. Libertad. La libertad que del conocimiento, la libertad que da la confianza. Ni él. Ni ella. Ni nadie. Nunca. El miedo se esfumó. Volaba sin haber movido un músculo.
Ya no estaba allí. Había muerto de plenitud, de alegría, de libertad. Ni a la misma muerte temía.

La silla. El tropiezo

Se levantaba de la silla, caminaba hacia los ventanales, y se volvía a sentar. Un mecánico gesto de impaciencia, excepto porque no estaba impaciente, sólo perdida. Perdida en un pasillo de hospital. Completamente vacía, su carcasa pasaba los días allí sin tener ya a nadie a quien esperar, desde hacía casi un mes. Las enfermeras iban y venían, al principio la miraban curiosa, después una psicóloga trató de convencerla para que cambiase su rutina, y la última semana se habían resignado a tenerla allí, como a las revistas viejas y las telarañas que nadie alcanza. Parte del mobiliario, y la saludaban con un pequeño movimiento de cabeza o una sonrisa amarga. De haber sido completamente consciente de su comportamiento, se habría dado cuenta de que las incomodaba, el simple hecho de que no tuviera razón alguna para estar allí les resultaba tan violento como ver a un pobre en un barrio residencial de lujo: socialmente desubicada. Se entretenía pensando por qué se sentaba allí cada tarde, después del trabajo. Quizá necesitaba ver a los demás sufrir. Quizá era una condena por haberle dejado morir solo, una especie de alma en pena. Puede que estar allí le diera esperanzas. O que le sintiese cercano. Aunque era más simple que todo eso, sin él no sabía dónde ir, así que permanecía en el último sitio en el que le vio, sentada hablando con un médico, antes de irse a trabajar un martes como cualquier otro de los últimos dos años. No había podido ver ni a su familia, si es que la tenía.




Todo comenzó con un tropiezo en las escaleras, romántico para unos, pero cotidiano para ella. No destacaba, ni por exceso, ni por defecto. Una funcionaria más, con una vida ordenada y sin más aliciente que los días de vacaciones que aprovechaba para escaparse sola, lejos de todo, a algún sitio increíble, donde escribía páginas y páginas que acababan en una carpeta tan oscura como su pelo. Ese día se tropezó con el dobladillo de sus pantalones de lino blancos de verano, y cayó tal como mandan los cánones, escaleras abajo. ¿Resultado? Un pie muy, muy dolorido. Salió un poco antes de la oficina y cogió el autobús para ir a urgencias.
“Tiene mala pinta, señorita” un médico muy gracioso. Radiografía, escayola, y a casa.
- Disculpe, ¿dónde está el baño? – preguntó a la salida.
- El de esta planta está estropeado, tendrá que subir a la de arriba, y seguir un pasillo largo hacia la izquierda, allí está indicado.
Evidentemente, se perdió. Con una muleta en una mano, y el bolso, el maletín y las escaleras en la otra, en un pasillo que parecía una carretera en medio del desierto. Al fin vio a un hombre con pijama de ingresado, no sabía si estaba bien preguntarle, pero no había nadie más desde hacía 10 minutos, y la necesidad hace que se tomen más rápido las decisiones. Así pues, se acercó con cuidado.
- Hola, quizá podría ayudarme… me he perdido.
- Pues ya somos dos, entonces. – contestó sonriendo. Cuando giró la cara se dio cuenta de que era ciego. – Dos ojos ven más que ninguno, vamos a ver si podemos hacer algo. No me mires así (sí, sé cómo me estás mirando), yo aporto al equipo un gran sentido del humor.
No pudo más que reírse y cruzar las piernas más aún.
Entre los dos encontraron la habitación de la que se había escapado, aunque de lo último se enteraría más tarde. Y, gracias a dios, tenía baño propio. Una vez todo hubo vuelto a su orden más o menos natural, se despidió para irse a casa.
- Que pases una buena noche, querida. Mañana te veo, a la misma hora.

Sonrió, sin darle mayor importancia. A la salida casi se tropieza con una silla. “Menudo sitio más raro para poner esto” pensó algo enfadada, más por su torpeza que por la manera de amueblar el hospital.
Llegó a casa, se preparó la cena, y leyó un rato, igual que cada noche. No volvió a acordarse del hombre hasta el día siguiente, cuando salió de la oficina.

sábado, 1 de marzo de 2008

IX.


“Gabriel, me voy a la peluquería y luego daré una vuelta, ¿quieres que te traiga algo o que vaya a algún sitio?” dijo desde la puerta esperando una negativa. Había que cuidar cada detalle. Algo parecido a un No rebotó contra el mármol, y le bastó. Cogió el bolso negro de charol de Chanel que le había regalado por su cumpleaños y metió el móvil, las llaves y el monedero. Su primer bolso carísimo… y pensaba que con eso iba a lograr algo. Por supuesto ella sabía que se notaba el cambio de la relación, que iba muriendo poco a poco, pero había que mantener las formas, como decía su madre “no des un paso hasta tener seguro el siguiente” Y Gabi la quería, no era tan tan malo después de todo fingir que ella también sentía lo mismo, él la protegía. A menudo le llamaba su ángel de la guarda, predecible pero halagador.
Las puertas del ascensor se abrieron con el chasquido monótono de siempre. Y caminó hasta la entrada, amordazando los tacones con la alfombra roja. El taxi la esperaba a la puerta, tal como debía ser. Sin mirar hacia arriba, entró en él.
- ¿Cómo lo haces para estar cada día más bella?
No era más guapo que Gabriel, ni más divertido, ni más rico. Quizá más poderoso. Pero lo que a ella le enamoraba era su hombría y su seguridad. “No nos engañemos, linda, esto es Nueva York, tú traicionas, ¿quién no te dice que este hombre sea tan buen actor como tú?” Una vez le besaba, cada pedazo de culpabilidad o desconfianza sencillamente se esfumaba.

Llegaron al hotel, uno no muy caro y alejado para no tener problemas, registrados con un nombre falso. En el recibidor comenzaron a quitarse la ropa, con la necesidad que dan los días, con la dulzura que dan los años, con la precisión que de la experiencia.
- Se lo dirás mañana, ¿verdad?- dijo mientras besaba sus caderas sobre mesa.
- Ya lo hablaremos luego- no había acabado de decirlo y ya se arrepentía.
John se separó.
- ¿Hasta cuándo pretendes jugar conmigo?
- No empieces, ya sabes lo que siento…
- También lo que siento yo, aunque eso parezca no importarte. Y sabes que va a haber elecciones en menos de un año, y a menos que le dejes ahora, que se destape a menos de 6 meses de las urnas me puede hacer mucho daño. Tienes que elegir, Frida.
- ¿Entre la seguridad y la incertidumbre?
Incertidumbre en esa frase significaba traición y desconfianza. El tono de voz lo dejó claro.
- Si te casa conmigo no habrá ninguna de las dos cosas
¡Matrimonio! Eso sí que no lo esperaba. Se le escapó sin dar tiempo a pensarlo, a los dos.
- Te quiero tanto, ¡claro que sí!

Él dormía, común denominador de la fisiología de los hombres. Se sentó al borde de la cama pensando cómo dejaría a la persona que mejor la había tratado nunca. Quizá era mejor no hacerlo, coger las maletas y marcharse diciendo sólo adiós. O ser fría “me he enamorado de otro, lo siento” No quería decir su nombre, aunque acabaría sabiéndolo de todos modos. Lo más decente, o más bien políticamente correcto, era decirle que su relación ya no tenía sentido desde hacía mucho, y que pensaba en otro en vez de en él. Quizá algo cruel. O una carta… las cartas de leen a solas y el dolor se atraganta menos. No quería lágrimas. No quería voces. No quería súplicas. Podría dejarle sin decirle nada de John, y fingir que se enamoró luego. Le heriría menos, y daba menos pereza así. Era una mentira piadosa.



El vaso de whisky se partió en mil pedazos contra la pared, como riéndose de él en una metáfora estúpida. En el periódico, la foto de Frida del brazo del candidato Jackson. Uno al que no votaría, desde luego.
“Estaba superado” se decía. Pero la imagen se le había clavado en el estómago, junto con el alcohol. Una palangana, voy a vomitar. Literalmente.
Ira… era ira lo que se acumulaba en su interior, y sabía a bilis. Ahora al menos sí. Y en un momento de lucidez, ató cabos de rodillas en el suelo del baño, de la manera más tonta posible. La decepción sustituyó a la ira, y las lágrimas a la bilis. Cornudo. Vomitó una vez más. Engañado y se entera el último, seguro. Se tumbó y se quedó dormido. Cornudo. Mentirosa. Traidora.